0105 Jumbo
PODRÍA DECIRSE QUE LA TRANSFORMACIÓN de María Fernanda empezó una mañana ordinaria, ella tirada entre la ropa sucia, papeles, paquetes de cigarrillos y envoltorios de golosinas, completamente fuera de tracking. Despertó y se frotó la cara hasta dejarla roja.
La ansiedad plagaba su presente. Venía de una racha de peleas absurdas con sus ex amigos de la Facultad de Diseño y Urbanismo, sus papás y hasta su compañera de casa. Se sentó en la cama, pero todo la llamaba a faltar al trabajo, hibernar y no ver un alma. Se arrastró al baño. Su compañera no estaba, las huellas de su huida vertiginosa habían salpicado toda la casa, seguramente con destino a alguna de sus entrevistas fallidas. Hacía más de un año que vivía gratis. María Fernanda le revisó el cuarto: el caos reflejaba su propia vida. Se habían vuelto mellizas. Dos cuerpos no hegemónicos e inestables. El concepto la estampó contra la pared y le dio envión para tomar las Riendas del Cambio. Ese día lavaría la ropa.
Elegir una fecha. Decidir cuándo empieza la sanación. Confiar en un poder superior que emana de nuestras acciones y decisiones sólo cuando son verdaderamente nuestras. El mundo hacía sistema. Todo conflicto social podía solucionarse girando perillas. La autoestima de las gordas se levantaba cambiando los patrones de belleza hegemónicos. La pobreza se combatía con educación. Las violaciones se evitaban con talleres de deconstrucción de masculinidades. Siempre había una forma de Hacer las Cosas Bien y esta vez implicaba ordenarse y cambiar su alimentación de manera rotunda. Era el primer paso. Era hora de pasar a la acción. Una visita a un local de comida viva en Palermo lo había prologado días atrás.
Acompañada por Agustina, los restos de un pote con hummus, galletitas crudas de semillas aglutinadas y un licuado de mango, hojas verdes y carbón activado, María Fernanda escucha pacientemente. Joaquín, chef y gurú crudivegano, ataca a sus presas con artillería pesada de la militancia verde. Entre las microgotas de saliva que rocía sobre las jóvenes, flotan en el aire nubes semánticas originadas en el seno mismísimo de las redes: [farmafia, enzimas, alcalinidad, disidencia, VIH, gluten, cáncer, holocuento, tierra-plana]. No les da respiro. La constelación léxica rota en 3d frente a sus ojos y llueve sobre las cabezas de las amigas. Ingresa en ellas. Conectando los nodos, una trama de conspiraciones extiende sus yemas a través de la oscuridad conceptual. Joaquín se levanta la remera y muestra su abdomen magro como evidencia de que el sistema no falla. Se le marca la “ve”. María Fernanda llora en el taxi de vuelta a casa y no entiende por qué.
En los días que siguieron al almuerzo psicopático, el terrorismo vegano de Joaquín no le dio respiro. Los complots alimenticios se le mezclaron con flashbacks emocionales, ecos traumáticos de la escuela y no pocos fracasos amorosos. Fue la suma de todos estos contextos emocionales lo que la terminó condicionando para el fatídico lunes en que, luego de la ginecóloga y la farmacia, terminó pasando por la puerta del Jumbo de Villa Crespo y decidió mojar los pies en la ortorexia.
Pasar a la acción.
Se trataba simplemente de comprar insumos para jugos, licuados y ensaladas —quizás algunas semillas de chia, alguna planta de albahaca, un ramillete de eneldo—, disciplinamientos nutricionales que ya había iniciado y abandonado varias veces con atracones cada vez más serios, pero nunca con la rigurosidad que se estaba proponiendo.
Al traspasar la entrada del hipermercado, fue interceptada por un Guardián que, en pleno ejercicio de sus fueros represivos, le impuso la condición de encerrar su mochila en un plástico antirrobo. María Fernanda asintió despectiva y se puso los auriculares. Ya en el mostrador de embalaje se descubrió rodeada por una colonia invasora de mujeres monocromáticas, piel y cabellos virados al beige. Libres, portaban sus carteras con total alevosía, pavoneando rampantes su fotoenvejecimiento rubioceniza.
María Fernanda se sintió negra y gorda. Eludió la aplicación del precinto antirrobo y encaró las góndolas con paso seguro, preparándose para el momento en que algún empleado osara meterse con ella. Se mordió el labio hasta que sangró. La adrenalina había tomado posesión. Era una bola de ira desentendida de su entorno.
Negra.
Tomaba productos al azar, los paseaba y los devolvía a cualquier góndola.
Negra y gorda.
Atávica, como los gatos de departamento que saltan al vacío tras una presa imaginaria, se arrojó por los pasillos fuera de sí. Empujaba el carrito furiosa y tiraba adentro productos al azar. Desembocó en la línea de cajas con una compra involuntaria de coca cola light, salchichas, alfajores y jabón desinfectante. Se descubrió vigilada por su adversario agazapado tras las cajas. Inmutable, pagó, guardó todo y se deslizó hacia la salida. Anotaba ya la victoria cuando, a metros de la rampa mecánica, fue sorprendida por su perseguidor relamiente en un orgasmo seco de poder:
—Te dije que no podías entrar con la mochila. Abrila.
María Fernanda cerró los ojos, respiró profundo y apretó el puño.