0906 Ilia

Otras dimensiones, planos superiores de existencia, cuya realidad —el comandante Spock le recuerda a Decker— no se puede demostrar de manera lógica, por lo que la sonda V’Ger —una nube de inteligencia artificial con una crisis de sentido— es incapaz de creer en ellas. Entonces —señala el Almirante Kirk—, lo que le falta para evolucionar es la cualidad humana de dar un salto más allá de la lógica. Decker ofrece fusionarse con la máquina para que complete su destino y vuelva a su creador. Intentan disuadirlo, pero está convencido. Inicia la secuencia de transmisión final. La máquina se une a él a través de la interfaz Ilia. Quedan envueltos en un campo de energía que se expande en un estallido de luz y desaparece.

Sin videocassetera ni TV en el cuarto desde el castigo, no le quedaba otra que ver la tele en el comedor. Había evitado Viaje a las estrellas desde siempre, pero no había otra cosa para ver esa tarde. Recordaba la escena de la evolución final de V’Ger en algún momento de la infancia, el vértigo existencial de aquella experiencia, pero años después la Cherry prisionera del autoritarismo y la violencia parental encontraba tranquilidad en las transmutaciones y el viaje espacial. El pasado lejano en el que no conocía la vergüenza y todos estaban orgullosos de ella se había perdido en los confines del cosmos. En aquellas cápsulas de tiempo habitaban también tíos y primos, algo que se había cortado de un día para otro y sin mayor explicación años atrás. Hacía meses que no la dejaban ser dark. Sólo ropa de común, restos de la pubertad previos a toda inquietud estética: remeras lisas de Hering y buzos de Robinson con estampados de Looney Tunes. La obligaron a teñirse el pelo de castaño oscuro. Tenía doce años otra vez.

La convivencia familiar era insoportable para los tres. Desde la paliza, Mamá no podía ni mirar a Papá. Lo evitaba, no le cocinaba, pero eso no quería decir que se aliara con Cherry. Era un triángulo de enemistades. En el fondo, la hija única era el causal del derrumbe. Mientras tanto, la llegada de la televisión por cable a Jeppener había impactado en el videoclub familiar. La plata no alcanzaba y ya se preguntaban cómo seguir.

Por suerte, a Cherry no le habían prohibido visitar a Ana. Más que nada, porque era su única amiga y temían que en la soledad se volviera más anormal. Las noches en lo de Ana eran el único momento de la semana en que podía descansar de la opresión, escuchar un poco de la música que amaba y tener un poco de esperanza. A pesar de que ahora su amiga estaba más interesada en la electrónica y en algún momento poder volver a salir de noche para ir a una rave por primera vez, siempre la esperaba con cassettes, el único registro de todo lo devorado por el fuego. Intentaba animarla, pero venía siendo difícil. A Ana lo dark se le había pasado solo.

Empezaron a abrirse a la oferta cultural de Jeppener, el único permiso que habían logrado. Una consecuencia positiva era que, con la Cachavacha sepultada, Cherry ya podía caminar por el pueblo sin agresiones. Las amigas enseguida encontraron refugio en la casa de los Ravelo. El hogar había conocido épocas mejores. Desde la separación de los padres, todo se había venido abajo. Ni siquiera había puerta de entrada, sino un tablón suelto que apoyaban contra el marco a la noche. Revistas, cassettes, papeles, cartas de tarot, bolsas, montañitas de polenta para tapar el pis de la gata, los pisos de todas las habitaciones estaban plagados de caos y basura. Después de la separación, Roxi se había volcado al alcohol y el espiritismo, mientras que Matías, el hijo mayor, se volvió tatuador autodidacta. Practicaba sobre melones y voluntarios del pueblo. Lucila, su hermana, era compañera del colegio de Cherry y guardaban una relación de cordialidad.

Esa noche era uno de los recitales punk que Matías organizaba en el fondo de la casa. La convocatoria solía ser un éxito. Pusieron guirnaldas de luces. Roxi y Lucila se encargaron de las cervezas, pebetes de jamón y queso y cigarrillos. Armaron una mesita detrás de la puerta trasera y se sentaron del lado de adentro. Matías cavó un pozo detrás del galpón, en el que tiró cal viva: el baño químico. Las mujeres tenían permitido usar el baño de la casa. La gente empezaba a llegar.

A las 22 empezó a tocar Ano Kontra Natura, la primera banda. Al rato aparecieron Cherry y Ana y se refugiaron en el buffet. Entre las cuatro atendían al público y tomaban cerveza. Cherry quería relajarse y darle una oportunidad a la situación, hacer turismo antropológico —cualquier cosa era mejor que quedarse un sábado a la noche en la casa— pero era una astilla en el pie. No ayudaba el paisaje de pelos parados a fuerza de jabón en pan y camperas de jean infectadas de tachas, parches y alfileres de gancho. Se teletransportaba a la esquina de Av. de Mayo e Irigoyen la noche del atraco y tomaba más cerveza. Roxi intentaba hacerla reír, le tenía cariño. La decadencia familiar había impreso en los Ravelo una sensibilidad atípica a la otredad. Jamás habían participado de los linchamientos a la Cachavacha y siempre habían respetado que Cherry fuera Cherry. De hecho, a Roxi le encantaba que fuera dark y se la había pasado invitándola a comer “pizzas de pan” y tirarle las cartas, pero en aquellos tiempos había sido Cherry la que prefería guardar distancia.

Cuando la noche terminó, todavía deambulaban algunos punks desorientados en el fondo. Adentro ya estaban desparramados por toda la casa junto a Ana, Cherry y algunos amigos de Matías zombificados. Hasta el soretero había encallado. Cherry se había adaptado bien al ecosistema Ravelo. Nunca había estado tan borracha.

Cherry perdía la consciencia. Ana intentaba traerla a la realidad, pero se le iba cada vez más lejos, hasta que dejó de responder.

Al amanecer, todavía yacían cuerpos por toda la vivienda. No había rastros de Ana. La cabeza se le partía y tenía la boca completamente seca y amarga. Quiso pararse, pero no pudo mover las piernas. Cayó al piso. Tenía los pantalones por los tobillos. Todos dormían.