1001 Jeppener

1970. “Te conseguí una colocación”, anuncia el padre de Silvia. Por un tiempo, vivirá en el hogar de una directora de escuela en Ranchos y su marido, psiquiatra y profesor de oratoria en la sede La Plata de ILVEM. Además de “ayudar” con las tareas de la casa, por primera vez Silvia estará a cargo del cuidado de una bebé, sin haber cumplido trece años. Aun así, la entusiasma su circunstancia: el baño tiene inodoro y bidet, a diferencia del hogar familiar con sólo una letrina para compartir entre nueve. Lo primero que le piden es que prepare una tortilla de papas. No sabe expresar que no sabe.

Román estaba en Jeppener, con las chicharras y los perros que le saltaban al paso. Hacía más de diez años que no salía de la ciudad y dos que evitaba el transporte público, pero esa mañana se tomó la combi a Brandsen y el colectivo hasta el pueblo. No había Street view: el auto de Google no se había aventurado más allá del acceso al pueblo. Respiró profundo y entró a una panadería. Compró una docena de facturas.

Paquete en mano, Román encaró hacia el hogar familiar de Cherry para destruir su último rastro de privacidad. El vértigo aumentaba y el calor era agobiante. No había sombra. Los perros le salían al paso; los ahuyentaba, pero volvían. Pasó la esquina del lavadero. Estaba a tiempo de abortar el plan y que nadie saliera lastimado, pero llegar al fondo del asunto era más importante. Pasó el lavadero y finalmente estaba frente a la casa derruida, con el pasto y los arbustos secos, rajaduras enormes, la pintura descascarada. Al costado, el garage con una puerta de chapa corroída. En la parte superior todavía se leía el cartel.

𝓥𝓲𝓭𝓮𝓸𝓓𝓻𝓮𝓪𝓶𝓼

1987. Hace tiempo que los padres de Román lo vienen dejando cada vez más tardes con los vecinos del octavo, mientras ellos atienden el negocio. Román tiene cuatro años, pero ya aprendió el verbo “abortar”, como en la oración “debería haberte abortado”. Para Rita, la vecina, no sólo no es problema cuidarlo, sino que cuando no lo llevan, lo reclama. Se esfuerza en que Román conozca formas sanas de cariño, le controla el cuaderno de comunicaciones, le hace bizcochuelos, incluso va a los actos del jardín. No tienen hijos. Esa tarde tiene planeado teñirse el pelo en la peluquería de la galería Los Alpes en García del Río y Tronador, donde también está la tabaquería y regalería de su marido Quique, así que aprovecha y le deja al nene una hora. Un cartel en la puerta: un escudo de armas con una torre atrapada por hiedra espinosa de flores rojas con un símbolo de picas en lugar de la puerta, debajo el lema Lancaster. Chascos, dados, naipes, juegos de ingenio, miniaturas importadas, cortaplumas, rompecabezas de miles de piezas, trenes Scalextric, pipas, aeromodelismo, guillotinas, latas de tabaco, encendedores antiguos, lupas, globos terráqueos. Román se funde en el universo del diseño lúdico. Todo le habla. El negocio está con las persianas bajas, falta poco para abrir. Quique lleva a Román tras el cortinado y bajan al sótano. Cierra la puerta, sienta al nene a la mesa y le pide que se quede quieto. Frente a él, un sobre de papel madera cerrado. Saca la filmadora de una caja de Telgopor y la coloca en un trípode enfocándolo. "Vamos a jugar un juego, Román".

No había timbre. Aplaudió varias veces. Abrió la reja y se metió adentro. Golpeó la puerta.

“¿Quién es?”, preguntó una mujer al otro lado. Román había armado un inventario para presentarse, pero las palabras no salían. “¿Hola? ¿Quién es?”. Seguía mudo. Se abrió la puerta. El parecido era desconcertante: una Cherry de sesenta años, con anteojos y el pelo teñido de castaño claro. Román seguía sin responder.

Mamá Cherry arrugo los ojos. No pudo contener el llanto.

El interior era reducido. En el comedor, la mesa, sillas, dos sillones, un modular y el televisor. Había pelusas en los rincones. Un centro de mesa con flores de plástico, un reloj de pared con forma de reloj pulsera gigante en plástico dorado. Una de las puertas estaba abierta, al otro lado un hombre postrado en una cama ortopédica ignoraba la situación. Román le dio el paquete a Silvia.

1977. Gracias a la intervención de uno de sus antiguos empleadores, Silvia recibe una beca de ILVEM para los cursos de secretariado a cambio de realizar tareas de limpieza en el edificio de la sede principal en Av. de Mayo 950. Le toca sacar las bolsas de escombros del sótano tras los trabajos de plomería. Baja y se frena en seco. Hay algo en el aire. El cuerpo entero se tensa. Escalofríos le recorren la piel. Tiene que salir de ahí. Son tres bolsas nada más, pero son muy pesadas como para subirlas a la vez. Con mucha dificultad saca las primeras dos. Descansa en la entrada antes de buscar la última bolsa. Al bajar, los vuelve a sentir. Sombras se mueven solas al fondo. Tira de la bolsa para subir varios escalones de golpe, pero se desfonda. Hace un nudo y vuelve a embolsar los escombros, pero se abre otra vez. Revuelve todo el lugar con el corazón golpeándole el pecho in crescendo. Encuentra más bolsas de consorcio. Guarda todo rápido. Entre los restos de material, tarjetas perforadas y un manual de perfoverificación, una tijera corroída por completo, un diente de leche. Se agita. Levanta la vista: un aquelarre de criaturas no vivas hechas de sombras, rostros pálidos y peinados arácnidos bailan entre sí una danza infernal fuera del tiempo. Silvia grita y las sombras toman cuerpo. Se vuelven hacia ella. Se acercan. Silvia suelta la bolsa y escapa de ILVEM para no volver más.