1005 Physarum

Pasó todo el día enganchada a la noticia de la gresca descomunal en el Club Media Fest 2017 en La Rural, el festival de youtubers más grande del mundo. Por primera vez, los influencers eran atacados en masa y las transmisiones mostraban a los agresores, en su mayoría niños, a cara descubierta. De un momento a otro, los fans se habían confabulado contra sus ídolos. Las transmisiones de los propios atacantes los mostraban linchando youtubers, dándoles la cabeza contra columnas y escalones, ahorcándolos, destruyéndolos. Estaban sincronizados. El personal de seguridad no daba abasto. En medio del caos, muchos caían al piso y convulsionaban. Como resultado hubo diecisiete víctimas fatales y un total de trescientos veintitrés hospitalizados, nueve de los cuales permanecían en estado grave, además de los niños que, sin haber participado, entraron en shock al enterarse de la noticia. Tanto los internados como los más de cuarenta adultos detenidos manifestaban no recordar nada, y había que tenerlos bajo estricto control: al recobrar el conocimiento muchos intentaban matarse.

Los medios hablaban de psicosis colectiva y desempolvaban antiguos pánicos morales. Una intoxicación masiva con burundanga o el resurgimiento de las sectas olvidadas en el imaginario platillista de principios de los noventa, cuando Xuxa promocionaba Ami, el niño de las estrellas, tras un encuentro astral con Enrique Barrios en el cerro Uritorco. No faltó la bajada editorial que intentó resucitar a los floggers y hasta hubo quien bautizó el fenómeno como “los neurocrímenes”.

Cherry se lavó la cara y contempló su reflejo sin parpadear. Que al final Román tuviera razón no dejaba de ser una humillación más de tantas. Una forma de vida encriptada dentro y a través de miles de otras se movía por la ciudad, estirando sus tentáculos a través de la noósfera, explotando las vulnerabilidades psíquicas de una humanidad puesta en condiciones —trastornos demoníacos al servicio de las Fuerzas Ocultas— y alimentándose del blockchain de odio de la época.

No había elegido nada de eso, pero todo era demasiado familiar. La combinación de lo malo con lo peor, la incapacidad de concebir el amor, el perdón o la compasión. El alma era información y los avatares asesinos su hardware. Y en el corazón mismo de la criatura estaba ella, el bloque original, la anomalía neurotecnológica conocida como Cherry Fix, estancada para siempre. Su electricidad violenta penetraba los huecos más estrechos de la interexistencia, vulnerando toda defensa de las personalidades. Lo estaba contaminando todo. Los afectados por la red asesina abandonaban hasta su identidad. Les preguntaban el nombre y respondían C̷̛͕͚̾͌̑ͅh̶̹̅̇e̵̬̫͕̙͂̈́̀ŕ̵̭̩̟́́̚ͅŕ̵̡̡̠̺͆͝y̶̧͉̣̟̔͠.

Un ruido en el departamento. El intruso era Román.

—¿La tercera es la vencida? —Román no contestó— No estoy haciendo nada malo ni ilegal —se defendió Cherry—. Que se desconecten ellos. Que cierren bien las ventanas. Que no hagan más festivales de youtubers. No más firmas de libros de influencers. Que practiquen higiene mental. No soy un ente aislado. No me puedo hacer responsable. Entiendo que somos seres enteros y complejos. ¿Pero si pudiéramos armar algo nuevo con las partes nuestras que sí encajan? Y pasar a ser neuronas nada más. Qué hermoso sería.

1989. “¿Qué hay acá?”, Quique le muestra un cassette a Román. “Canciones”, responde el nene. “Mucho más que eso. Los cassettes no sólo tienen música o películas. Esta cinta, por ejemplo, es un videojuego”. Quique lo lleva de la mano al estudio, donde los recibe la nueva adquisición: una CZ Spectrum industria nacional, primera computadora que Román ve en persona. Quique la enciende y pone el cassette: se trata de La abadía del crimen, la primera videoaventura del mundo hispano, basada en El nombre de la rosa y diseñada por el genio autodidacta asturiano Paco Menéndez en 1987, antes de abandonar los videojuegos para siempre —“programar era un arte, ahora es todo marketing”— y dedicarse de lleno a PALOMA o la Memoria Matricial Inteligente, un proyecto para revolucionar la arquitectura informática del nuevo milenio a partir de permitirle a la memoria realizar operaciones en paralelo al almacenamiento de información. A fines de 1999, acorralado por deudas y padecimiento psíquico, Paco saltará al vacío. “¿Sabés qué más entra en una cinta?”, pregunta Quique, filmadora en mano.

Román se abalanzó con un cuchillo, pero Cherry era esquivadora experta. Él cayó con el envión y ella aprovechó para tirarle el modular encima. El cuchillo se soltó entre el caos de vidrios y cosas tiradas por el piso. Él arrastró medio cuerpo afuera, cuando Cherry se le arrodilló en la espalda, le tiró la cabeza para atrás y lo degolló. Román intentaba hablar, pero se ahogaba. Cherry se acostó a su lado entre los vidrios. Él desaparecía.

Terminó en la comisaría. Todo había sido transmitido en vivo. El video del ataque se replicaba a través de las máquinas, y en menos de dos horas apareció un mashup con clips de María Fernanda en el Jumbo y en su casa siendo asesinada, en paralelo con Cherry robando Danettes sabor Chocotorta, luego acuchillando al maniquí de María Fernanda y finalmente degollando a Román. Acompañaba las imágenes un remix de Hay un Demonio en Internet intervenido con imágenes de los influencers asesinados. Por primera vez, #CherryFix estaba en el centro de la discusión pública, tomando cada vez más control de las mentes vulneradas. No había buscado la destrucción, pero no podía más que recostar la cabeza y colaborar con ella. Imágenes malditas se reproducían en la máquina. La bestia se alimentaba y crecía. Cerró los ojos y se recostó contra la pared. Una lágrima de silicio rodó por su mejilla.

Esa noche en el calabozo, Cherry soñó en vhs. Era una quimera. Algo que existía entre las luces y las sombras, entre el recuerdo y la imaginación, entre la mentira y quien quiere creerla. Soñó que era el vínculo antinatural entre soledades que jamás se hubieran combinado fuera de la máquina. Soñó con formas de vida irrepresentables en los surcos incomprensibles del Universo. Soñó con saberes que eluden al maestro y al aprendiz. Soñó con la ira, el deseo prohibido, la creación y el vano que separa la ilusión del miedo. Soñó con cataclismos y visiones que la hicieron querer arrancarse los ojos. Pasaban los siglos y seguía soñando. Era una civilización entera. Crecía, aprendía, acariciaba bestias y gritaba en las cuevas más oscuras mientras se devoraban unos a otros. Siempre estuvo sola, armada con los desechos de la tecnología de los muertos. Ni una sola vez contó su historia.

Afuera el cielo estaba amarillo y eléctrico, un ejército de Cherries despertaba y salía a l̹̊a̞͂ s̬͘up̡͌eŕ̦f͇̅ic̺̾i͉̕e.