0604 Sarasvatī

Era la fiesta del demoradísimo estreno de Flü, tras dos años de luchas internas y diferencias creativas en el equipo. Cherry asaba Patys en la parrilla de la terraza de Román. A pesar de que era la primera vez que encendía brasas, el fuego le había salido perfecto gracias a un tutorial en Taringa. Prometió atreverse a más para la próxima: asado completo con chorizos, morcillas, achuras y carne de chancho y vaca.

La velada era en modo avión por orden expresa de Román. Los únicos aparatos electrónicos eran la laptop sin internet y dos parlantes. En las invitaciones, Vera transformó la prohibición en una propuesta más amable: una consigna. La playlist había sido curada por Cherry. Sci fi / coldwave / horror / lo fi. Tiras de lamparitas enroscadas a las sogas de ropa coloreaban el evento. Tres velones aportaban calidez a la mesa de buffet, poblada de vasitos de plástico, papitas y chizitos. La gente seguía llegando.

Gilbert había caído sin novia y Cherry saboreaba la situación: había pergeñado dosificarle su atención con cuentagotas a lo largo de la noche, hacerlo sentir incómodo y dependiente en una fiesta en la que no conociera a nadie salvo a ella… Sin embargo, no había contemplado que los actores solían extender las invitaciones a su milieu, sin importar si la fiesta en cuestión era un evento íntimo o no. En cuestión de minutos, Gilbert ya estaba socializando con la facción histriónica de la fiesta, en la que encontró varias caras conocidas. Para colmo, se lo veía muy a gusto con Vera, que le hablaba al oído y le acariciaba el brazo con una naturalidad indignante.

No había veganos ni celíacos declarados, pero Vera había aportado un delivery de pizzas y canastitas veganas con masa de harina de arroz y “queso” de papa. Ella solía pedir comida vegana por mero gusto, pero era la excepción. La opinión extendida desaprobó el simulacro de mozzarella: agotada la novedad, asqueaba. “Es como cuando se te pasan los ñoquis”, Cherry se materializó ex nihilo y escupió un bocado en una servilleta. “¡Masa con masa!”, agregó, cruzando miradas incisivas con Vera durante algunos frames.

Jugaron a bailar el vals hasta que se soltaron. Gilbert desembolsó un tupper.

Un diminuto joven de pelo carré abrazó a Gilbert por la cintura y escudriñó a Cherry.

Eddie susurró unas palabras en el oído de Gilbert, que soltó una carcajada.

Cherry frunció el ceño y computó los datos. Fue hasta la puerta.

Román la abrazó.

Un portazo, flashes y risas. Vera sacaba fotos a unos colegas que se azotaban contra las paredes. Al reparar en Cherry y Román, los acribilló con el disparador.

Cherry la ignoró, ninguneó a Román y volvió a la terraza estampando los pies. Gilbert se les acercó.

Cherry sonrió con satisfacción.

Cherry se atragantó de risa y vigiló la parrilla. Mientras tanto, los tespianos jugaban a hacer de cuenta que sonaba una playlist imaginaria y recreaban El meneaíto, en coordinación pélvica grupal. Cherry sacudió a Vera del brazo.

Vera la empujó a las brasas volvió con su troupe. Javier ya estaba allí también, merodeando e interactuando con los clusters de la fiesta, cuando en realidad estaba vigilando a Román, el tótem sobre el que había realizado inteligencia profunda en las últimas semanas, vestido de negro con una remera de Sarasvatī (‘la que fluye’) y entregado a una stim dance: con ojos cerrados, los brazos, manos y dedos se agitaban como los múltiples parámetros de un sintetizador akáshico. Todavía no lo había saludado, pero había tiempo. Descubrió a Cherry en la parrilla y se acercó inmediatamente a Vera.

Sonaba 10th Planet, de Solid Space (1982), cuando Cherry anunció la primera ronda de patys. Javier saltó hacia ella y se ofreció a pasar la bandeja. Uno por uno, fue repartiendo los sandwiches entre la masa hambrienta y reservó el último para el dueño de casa. Lo bajó del trance con una mano en el hombro. Román abrió los ojos.

Román volvió a lo suyo y Javier le tocó el hombro otra vez.

Román no respondió.

Un repentino silencio enfrió la fiesta. Sin aviso, empezó a sonar a todo volumen La pollera amarilla (1989), de Gladys, la Bomba Tucumana. Vera había okupado la computadora. Los teatreros gritaban y se frotaban unos contra otros.

Vera le dio la espalda y animó a su tribu. Cherry volvió a enchufar la zapatilla con rabia y continuó la playlist a partir de Are Friends ‘Electric’?, de Tubeway Army (1979).

Román fue a la mesa y se sirvió agua tónica. Javier lo siguió.

Román cruzó la terraza, se apoyó contra la pared y hundió la cabeza en el cemento.

Román se mordía el labio.

Román volvió a alejarse, pero Javier no daba tregua.

Vera se replegó. Javier mostró los dientes

—¿En qué momento decidiste inventar que sos autista para que la gente no sepa que sos un asesino?

1998. Román y Martín caminan borrachos de madrugada por las calles de microcentro vestidos enteramente de negro y maquillados en coherencia con sus personajes jugables de Vampiro: La Mascarada. Ambos pertenecen a la casta Malkavian: vampiros psicóticos con el poder particular de dementar a sus víctimas, poseen también la capacidad de comunicarse telepáticamente entre ellos conectándose a la Red de Locura (la mente-colmena Malkavian, un nivel de consciencia vedado a otras criaturas). Como seres fundados en el padecimiento psíquico, los Malkavians son atraídos por las metrópolis, enclaves de soledad y trastornos mentales. Los fines de semana, Román y Martín despliegan sus alas y merodean el cielo céntrico. Como es costumbre, pasaron la mitad de la noche en el Pantheon y ahora van camino a Requiem, el boliche enemigo sito en Viamonte y Suipacha, migración habitual de la población dark, producto de la agresiva campaña de freepasses de Noelia Larrosa, relacionista pública de Requiem y presidenta del club de fans de Marilyn Manson en Argentina. Román y Martín optan por subir por Carlos Pellegrini en vez de la deshabitada Suipacha. El shock del vértigo urbano, el viento cálido y las luces empeoran la intoxicación. Se arrastran por la vereda evitando miradas e insultos y debatiendo las similitudes entre la idiosincracia Malkavian y el personaje Delirio de Neil Gaiman, inspirada en Tori Amos. Antes de llegar a Sarmiento, los interceptan dos punks obelos descarriados, ni rastros de la manada, más borrachos que ellos e incapaces de contextualizar ningún tipo de vampiro caminando por microcentro. “¡Putos! ¡Putos!”. Ninguno de los cuatro sabe pelear, pero primero vuela por el aire una botellita de Coca Cola de vidrio, y luego hay una serie de empujones torpes y patadas que termina con Román azotándole la cabeza a un obelo contra un escalón hasta que convulsiona y se hace pis encima. La ambulancia llega rápido pero no puede reanimarlo.

—Te imaginarás que no salía de mi asombro cuando me enteré por qué desapareciste de El Colegio. ¿Cherry no sabe que pasaste por un instituto de menores? No tendría que haber dicho nada, pero entendeme, Román, soy curioso: me gusta investigar… Una cosa llevó a la otra. Igual, nada, todo bien conmigo. No me asusta. Me cabe tu onda animalito. Sólo te pido que entre nosotros hablemos de igual a igual. Realmente me pareces un tipo interesante y—

Primero le rompió la nariz de una trompada y después se le tiró encima y lo ahorcó. Los invitados saltaron para separarlos, pero entre muchos poco hacían para domarlo. “¡Hijo de puta! ¡Falso autista! ¿No saben quién es? ¡Se hace el autista de puro psicópata que es, pero es un asesino! ¡No tiene redes para que nadie lo pueda identificar! ¡Deciles que mataste un pibe! ¡Tengo pruebas! ¡Asesino como la otra! ¡Tal para cual!”, Javier gritaba desfigurado y las lágrimas y mocos se mezclaban con la sangre. Entre forcejeos, Román era contenido por la patota escénica mientras un grupo llevaba a Javier a resguardo. Cherry observaba la situación incrédula. ¿Román, un farsante? ¿Un asesino? ¿Un falso autista? ¿Qué sabía de él realmente? ¿Quién era? ¿Acaso estuvo durmiendo casi un año en el sillón del enemigo? Entre las sombras de las plantas en un rincón María Fernanda sonreía. Era demasiado perturbador. Había intentado. Era cierto que había intentado, que había dado todo lo que podía. Y aun así no alcanzaba, y esta vez ni siquiera tenía que ver con ella. Lo que estaba pasando superaba el peor escenario de fracaso. Pensó que quizás no tenía que volver a intentar juntar gente en un espacio nunca más, o simplemente no tenía que juntarse con gente. Menos con Gentes de Placer. Jamás le había salido bien. Se acercó a Román y ahuyentó a los actores.

El frame se congeló. Cherry reevaluó su último año desde que María Fernanda la echó de la casa hasta ese momento y todo fue claro. Había sido una perfecta estúpida. Todo ese tiempo creyéndose protagonista por primera vez, cuando era todo lo contrario. Un año de su vida regalado a un psicópata. Era utilería. Era la lata de coca cola a pilas llena de polvo en el modular.

“¡Gordo forro!”, una trompada en el estómago y subió al techo de la sala de máquinas con una botella de sidra en la mano. La electricidad formaba fractales en el cielo. Se rascó los brazos y el cuello con desesperación, cubierta de ronchas, mientras miraba los rayos e intercalaba sorbos de sidra con pitadas de marihuana, ajena al motín en la terraza: en una astuta contraofensiva, los teatreros habían tomado la playlist sin ningún miramiento al pequeño escándalo que acababa de acontecer y animaban la terraza con la coreografía oficial y literal de Azúcar amargo, de Fey (1996). Hacían alas de ángel y cuernos de diablo cuando la letra lo pedía. Cherry recordó que, como la heroína en el video clip, en algún momento de su primera juventud había fantaseado con llorar algún amor entre carbonillas y velas, tirada en el parquet plastificado de un loft enorme, haciendo del sufrimiento una experiencia estética. Jamás había confesado sus fantasías de tristeza. Un llanto transformador capaz de reducir hasta al peor enemigo a un ente de empatía total capaz de reconocer la pureza del alma de Cherry tras el manto de oscuridad, la bondad sempiterna de sus intenciones. Cuando corriera el telón de tinieblas y mostrara su vulnerabilidad encontraría amor sincero y redentor. Era la prisionera de una superstición secreta: la carga de tener que entregarse perfectamente vulnerable para conseguir el amor al que los demás accedían sin mayores sacrificios. Había pasado su vida repitiéndose que si el amor no había llegado, era porque no había hecho lo suficiente: el día que mostrara su verdadero sufrimiento, el amor sería inevitable. Ninguna lágrima era en vano. Toda cicatriz emocional daba pinceladas al retrato escondido de su compleja y exquisita personalidad. Sólo era cuestión de llorar el llanto indicado ante la persona indicada, pero en lugar de eso había desperdiciado un año de su vida viviendo con Román. Se había convertido en una canilla libre de validación gratuita para un narcisista encubierto. Que el autismo, que el vaporwave, que el flow, y que la recalcada concha de su madre el muy puto ni siquiera me quería coger cómo pudiste ser tan estúpida Cherry le diste toda tu energía y no hiciste nada en todo un año… ¡Te lo estaba diciendo en la cara! ¡Economía de la atención y te la robó toda a vos, pelotuda! Tenía que cortar con todo y conseguir dónde vivir esa misma noche. O morir. No estaba segura. Hizo zoom en Gilbert bailando peligrosamente cerca de su amigo. ¿Sería él el merecedor de su vulnerabilidad? ¿O era parte de una conspiración de gays obsesionados con ella? ¿Cómo era que había irrumpido en su vida sin preámbulo? ¿Alguien lo había mandado? ¿Podía perdonarle su pasado fallido de youtuber de niños? ¿Su interés en ella era sincero? ¿Y acaso algún día se dejaría de juegos? ¿Si tanto la quería por qué le hacía mal con tantas indefiniciones? ¿Y por qué con las anteriores no había sido indefinido? ¿Por qué se empecinaba en hacerla sentir única e insuficiente? ¿Existía? ¿Era una tulpa? Las risas aumentaban. Con excepción de Cherry en lo alto y Román sentado en un rincón, todos chapoteaban en el charco teatral. No había rastros de Javier. Jugaban en ronda a pasarse una pelota imaginaria diciendo “swish” en cada turno. Vera exageraba su deliciosa torpeza. Agitada, se doblaba de la risa y se dejaba atajar por los hombres. Cerraba los ojos grises. La boca abierta, orgásmica. La piel rosada y salpicada de pecas. Los rulos renegridos, descontrolados, buscaban las comisuras de los labios carmín. Una belleza impune. Suculenta, latía en lo profundo de la noche. Cherry tenía que volver a casa. Elevó la mirada a las antenas de celular que parasitaban lo más alto de la terraza, por encima de la sala de máquinas. El caldo de feromonas liderado por Vera acentuaba los roces libidinales. A la luz de los relámpagos, una Cherry decidida subía la escalera de metal sin miedo, firme contra el viento y la electricidad. El saquito crujía en chispazos y la cabeza era una enorme bola de plasma. Abajo Vera obligaba a los hombres a besarse entre ellos. Era el turno de Gilbert, heteroflexible para la sorpresa desesperada de su amigo Eddie, que le mordió los labios con odio pornográfico. Vera soltó carcajadas decadentes que reverberaron por las terrazas de Núñez y despertaron a los caranchos. Una vez en lo alto de la antena, la silueta tambaleante de Cherry en el borde recortaba el cielo convulso en un peligroso contrapicado. Entre ronroneos y contorsiones rítmicas, Vera abrió los ojos, una frambuesa enorme entre las hormigas, miró hacia arriba y la descubrió en lo alto de la torre: “Cherry, ¿qué hacés?”.

Los invitados la llamaban expectantes. Cherry se balanceaba de espaldas a ellos, los brazos alzados al cielo. Ráfagas secas. Las partículas se arremolinaban en el aire y había que cerrar los ojos. El cielo estroboscópico rugía por encima de todo. Jamás, desde las primeras tormentas eléctricas secas, se habían visto esos patrones. La terraza quedó envuelta en una nube de polvo y el viento arremetió astringente, llevándose hasta el último rastro de voluptuosidad. Un zumbido atravesaba la ciudad. Además de polvo, esta vez el viento traía insectos: abejas, luciérnagas, mosquitos, jejenes, libélulas. Los foquitos de colores parpadeaban. Los invitados atinaban a buscar la puerta para guarecerse en el hall. Román subía la escalera para bajar a su novia. “¡Cherry bajate de—”.

Un flash explosivo encandiló a todos. El rayo dio de lleno en Cherry, que salió expulsada de lo alto de la antena y cayó de espaldas en la terraza. Apagón en varias manzanas y el chillido de las alarmas. Instantes después, el boom resquebrajado del trueno sacó a la gente del estupor. Gritos. El cuerpo de Cherry humeaba. A pocos metros estaba tirado Román. Vera se abalanzó sobre Cherry. Tenía los ojos semiabiertos y no respondía. No sabía si respiraba. “¡Román!”.

Román despertó y se arrastró por el piso entre los vasitos, snacks e insectos hasta el bulto que parecía ser su novia, pero tampoco supo qué hacer. La gente seguía gritando. Cherry se veía serena. Una gota de sangre salió de la nariz y bajó por la mejilla hasta perderse en el oído. Román tanteó el cuerpo y recibió descargas estáticas. El abdomen no se movía. Acercó las manos a la nariz y boca pero no sentía flujo de aire. Vera la cabalgó e improvisó un masaje cardíaco. Román no reaccionaba.

Román le arrojó el llavero a Gilbert y acercó la boca a la de Cherry. Un chispazo eléctrico lo pinchó en el labio. Comandado por Vera, insuflaba el cuerpo innertte mientras ella masajeaba el pecho. Ninguno de los dos sabía resucitación cardiopulmonar, pero se entregaron a la pedagogía de las pantallas. Uno, dos, tres, cuatro. Uno, dos, tres, cuatro. Dos insuflaciones. Y repetir. Pasó el primer ciclo, un segundo, un tercero, y perdían las esperanzas. No había señal. Pasó un cuarto ciclo, un quinto y un sexto, y Román y Vera no se miraban. Reiniciaron: un séptimo ciclo, un octavo ciclo y Vera dudó. “¡Seguí, Vera! ¡Seguí, pelotuda!”. Vera no respondía. Román empujó a Vera y retomó el masaje cardíaco. Uno… Dos… Tres… Cuatro. Dos insuflaciones. Uno… Dos… Tres… Cuatro. Dos insuflaciones. Uno… Dos… Tr—

Un alarido: Cherry desencajada, los ojos inyectados en sangre. “¡Cherry, Cherry! ¿Estás bien?”. Román la abrazó fuerte y chocó su nariz contra la de ella. “¿Me escuchás?”. Cherry dudó, lo empujó e intentó pararse.