0603 Fandom

Cherry y Gilbert paseaban de la mano por la 42.ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. De a ratos reconocían a Cherry del caso María Fernanda. Los insultos y acusaciones salían al cruce, pero ellos los ignoraban con naturalidad, hasta que un saludo los descolocó.

—¡Capitán Leo! ¡Capitán Leo! —gritaba emocionado un niño de unos siete años que se aferraba a las piernas de Gilbert.

Gilbert intentó desescalar la situación, pero no había manera.

Gilbert accedió y se dejó sacar la foto. Siguieron caminando.

Cherry buscó en youtube. Aparecieron decenas de mirrors de videos borrados del desaparecido Capitán Leo. Con jopo, uniforme y antiparras steampunk, la encarnación anterior de Gilbert había intentado ser ídolo de niños transmitiéndose jugando videojuegos. El último video era de hacía dos años. Cherry tuvo un ataque de risa y le mostró.

Cruzaron el tunel y llegaron al pabellón amarillo. Cherry enseguida fue absorbida por la masa geek. Gilbert había quedado atrás, pero en ese momento no tenía importancia: las imágenes del fandom la hechizaban. Comics, juegos de rol, de mesa, figuras de acción, cosplay. Fantasías de escape que siempre la fascinaron pero que no eran para ella. El problema era monetario antes que identitario. No había sido su destino ser geek. La política de manutención que aplicaban los papás con su hija no contemplaba gastos en importaciones culturales. Tampoco consideraban que fuera algo despótico. Desde chiquita, cada vez que tenía ganas de experimentar otro mundo, tenía a su disposición la colección de cassettes del videoclub de pueblo que con tanto sacrificio habían abierto. Era muchísimo más de lo que cualquier niño podía pedir. Así fue que creció alimentándose de imágenes, pero no de objetos, con la excepción de los tesoros hallados en la feria de San Francisco Solano y el Parque Rivadavia, donde podía proveerse de indumentaria dark y discos usados o pirateados. A veces, los familiares juntaban un sobre con plata para su cumpleaños y lo licuaba enseguida en el local Koturno, de la galería Bond Street, donde encargaba borcegos de charol con plataforma hechos a medida y a donde solía tener que volver al mes con la suela despegada. Sin embargo, estos objetos apenas alcanzaban a satisfacer sus necesidades estéticas básicas. Había un universo de consumo que le estaba vedado, y no eran meras mercancías las que deseaba con la nariz contra el vidrio: eran experiencias, amigos e identidades que nunca alcanzaría. De una u otra forma, siempre había mediado una pantalla entre ella y el mundo. Décadas después, Cherry ya había olvidado sus ganas de jugar rol en vivo disfrazada de druida, o comer en McDonalds con un grupo de amigos. Se había forzado a desdeñar la utilería geek, pero cuando finalmente la tenía frente a ella no podía mentirse. Era mucho más trágico: una posibilidad perdida para siempre. Un sueño muerto. No había nada que la Cherry actual pudiera hacer para consolar la inadecuación existencial de su predecesora.

Permanecía presa de la masa geek. El amontonamiento se extendía en todas las direcciones. No quedaba otra que dejarse llevar. A esa altura, la mercadería en exhibición le daba más angustia que curiosidad. Necesitaba recuperar su espacio personal. Gilbert la seguía metros atrás entre la multitud. Cherry lo pudo captar en un frame, pero la marea la arrastró más, hasta que a la altura del stand de la Confederación Espiritista Argentina quedó frente al Dr. Antonio Las Heras. La estaba mirando fijo. Los ojos brillaron especialmente. Y empezaron los gritos. En la sala José Hernández, una avalancha de niños dejaba numerosos heridos en la firma de libros del youtuber chileno Germán Garmendia.