0702 Av. de Mayo 950

Una gordita disfrazada de abeja con tutú zapatea en el escenario. Al terminar, un enjambre de risas y burlas la ataca sin piedad. Ella se quiebra, pero en vez de dejarse aniquilar, escapa corriendo hacia la ciudad gris y descubre sus solitarios personajes. Les regala curiosas danzas, juegos y sonrisas. Los transforma. Finalmente llega al campo y una comunidad diversa de abejitas con tutú la recibe de brazos abiertos: hombres y mujeres de todos los colores y tamaños hacen ronda a su alrededor y terminan bailando juntos en una colina verde bajo el cielo azul francia.

Cherry cursaba su apogeo dark, pero No rain, de Blind Melon (1994), tenía un lugar especial en su corazón. La colorida historia de la abejita gorda que triunfa muy lejos estaba del nihilismo agresivo y sucio que su director Samuel Bayer había retratado en Smells Like Teen Spirit, de Nirvana (1991) videoclip debut que lo posicionó como uno de los principales creadores del archivo de imágenes musicales de la generación. Esa noche, Cherry fue al Pantheon por primera vez, vestida de abejorra dark.

Era Halloween. Con Ana habían diseñado la estrategia perfecta para burlar la Prohibición y debutar en la noche: se disfrazaron de comunes y se hicieron llevar hasta un cumpleaños de quince en Brandsen, antes de escapar entre la confusión y encarar una peregrinación secreta hacia el antro de perdición en Capital. Se vistieron en el baño de la YPF donde trabajaba la Chicha y encararon la travesía en transporte público. Cherry lucía una pollera negra con una remera de Ramones —no era precisamente dark, pero se camuflaba “punk friendly” para evitar cascotazos suburbanos— y medias bucaneras rojas y negras; en los pies, zapatillas —los borcegos estaban en reparación: otra vez, la suela despegada—. En la cabeza, antenitas amarillas y en la espalda, alas enormes. Ana, por su parte, ya coqueteaba con las hebillitas de colores y los pantalones Adidas. “Alternatonta”, la molestaba Cherry, temiendo en secreto estar perdiendo a su copilota. En el colectivo se blanquearon con crema de mimo diluida en agua y base en polvo. Ana tenía una complexión bastante pálida de por sí, pero sobre la piel oscura de Cherry, el contraste era muy fuerte. Una vez en capital, se terminaron de pintar en un banco en la 9 de Julio. Como tenían lo justo, se armaron de valor para testear un mito dark: el rumor indicaba que René, del “bar del boli” a la vuelta del Pantheon, ofrecía dinero a las darks a cambio de que lo miraran masturbarse en el sótano. Ana fue la encargada de testear las aguas y cuando se quisieron dar cuenta ya estaban abajo alquilándole sus ojos al exhibicionista, clavadas contra el respaldo en sillas de plástico blancas entre bolsas de material y botellas vacías, resistiendo el shock que haría explosión en forma de asco y risa al salir al aire frío, eufóricas, con plata de sobra para cigarrillos, una Quilmes y una bolskaya de frutilla antes de bajar al segundo sótano de la noche: el del edificio del que fuera el Imperial Hotel y en el que desde 1977 funcionaba ilvem, en Av. de Mayo 948-950. Había llegado su tan ansiada hora negra. Cherry estaba en el Pantheon y hacía click en todo lo que encontraba a su paso.

Paredes negras y rojas. Pista de tablero de ajedrez. Reservado con sillones y esculturas de metal. Tules en el techo. Mesas con inscripciones esotéricas. Velas encendidas. Pinturas vampíricas. Pantalla. Proyector RGB. Esculturas de ultratumba. Cuero auténtico. Encaje negro. Medias rotas. Corsets. Base blanca. Delineador espeso. Pelos batidos.

Y entonces estaba ocurriendo, finalmente, Cherry y Ana estaban bailando Falling, de Athamay (1996) disueltas en la masa oscura de góticos, industriales, mansons, new romantics, además de los darks propiamente dichos, entre los que había emergido un spandrel social inexplicable: los depeche mode, oriundos de Quilmes y sus márgenes, capaces de mezclarse con los darks un fin de semana y al siguiente ir a bailar marcha a Eisiland con los mortales. Ana era una depeche mode en recuperación, un proyecto personal de Cherry.

Rodeada de criaturas de las tinieblas, la abejorra dark aprendía los movimientos con una sonrisa delatora. Se estiraba las mangas del saquito, tiraba los brazos hacia atrás y luego arrojaba conjuros imaginarios a los cuatro puntos cardinales. Un espectro victoriano con un batido invulnerable bailaba alrededor de un pequeño y blanquísimo ser que giraba en trance, retrognático, camisa con pechera y una capa de seda carmesí que al girar se inflaba y lo hacía remontar vuelo. Cherry y Ana abrían los brazos, se tomaban de las manos, reían y se empujaban con sensualidad. Una joven de pelo azabache con raya al medio, ojos enormes y trenzas fumaba mimetizada con una columna, sosteniendo el codo en la palma de la otra mano y destruyendo a todos con la mente. Al otro lado, una joven sin cejas vestida de cuero y con una lente de contacto blanca besaba en los labios a otra del mismo clan vestida de muñeca de trapo. Siouxsies, Winonas, Fairuzas y Merlinas desfilaban alrededor de las debutantes. El aquelarre bullía. Cherry estaba abandonada a su goce. La luz negra daba de lleno en su cara, envuelta en una nube de humo y vapores corporales. La transpiración había disuelto la base en estrías blancas. Los poros se taparon. Una decena de granitos latían en la frente y nariz. Las puntitas blancas fluorescían bajo la luz ultravioleta en contraste con la piel cianótica. Ana hacía zoom en ella. Sin decir nada, la tomó de la mano y la arrastró al pequeñísimo baño. Las paredes estaban húmedas y en el piso había charcos sucios y papel higiénico mojado. La guardiana las vigilaba seria, apostada contra un cubículo deshabilitado, encargada de proscribir el lesbianismo explícito y la cocaína. De a ratos pasaba un secador de piso, pero era lo mismo que nada. Mientras esperaban que se desocupara el único cubículo, Ana se corregía el maquillaje. Cherry se miró al espejo y descubrió la linfa colonizando la nariz, pugnando por salir. Con disimulo, se rastrilló los granitos con las uñas y se lavó con agua fría. Quedaron marquitas moradas. Intentó palidecer de nuevo pero la crema de mimo se empastaba en los pocitos. Se lavó bien la cara una vez más. Al terminar, salieron a la barra. Todavía tenían plata. Ana pidió un Leanan Sidhe y Cherry un Satanás. Encontraron un lugar libre y se sentaron. Al costado había una mesa con ejemplares a la venta de la Agenda 1999 de Página 12 ilustrada por Miguel Repiso, anunciada como la “Agenda del Último Año”. Lukas, el niño dark, poblaba las páginas, y había sido convertido en escultura para la ocasión. Al otro extremo de la barra, maquilladores marcaban a las criaturas con dibujos e inscripciones. Cherry no bajaba: hacía más de un año que venía soñando con conocer el Pantheon. Iba más allá del entusiasmo adolescente de escapar a un boliche nocturno y ser adulta de golpe: la magia era palpable. No era solo un rendezvous de cuerpos con inquietudes estéticas compatibles, sino una colmena de mentes oscuras. Después de una vida de aislamiento, Cherry finalmente era parte de algo. En su breve paso por el planeta, siempre se había asegurado de generar impresiones, ya sea admiración por su precoz inteligencia cuando niña, o desconcierto e incluso rechazo ante sus incomprensibles elecciones identitarias. Siempre había sido especial o rara. Siempre había tenido que trabajar para obtener la atención de los demás, cuando a los otros nenes les alcanzaba con existir para ser queridos. Incluso Ana, que la aceptaba plenamente, era más una turista en Mundo Cherry. Pero en el Pantheon, Cherry era una más. No había nadie a quien impresionar. Ahora que conocía esa tranquilidad aterradora, iba a luchar por ella. El plan era quedarse hasta las 4 am, como mucho, y escapar a Constitución para tomar la calabaza que las devolvería a la fiesta de quince. A las 6 am los papás de Cherry pasarían a buscarlas por la puerta y tenían que estar disfrazadas y sin rastros del Pantheon encima. Entonces bailaron con toda la energía que tenían, tomaron varias cervezas, recorrieron el lugar, interactuaron con otros darks. Aprovecharon el tiempo al máximo. Muy pronto se hizo la hora. Había que emprender retirada sí o sí. Buscaron las cosas en el guardarropa y enseguida estaban saliendo cuando Cherry chocó con un joven y flaquísimo Román, maquillado de negro, con minifalda, rastas, vincha de tela y una remera de Nine Inch Nails. En los brazos llevaba medias 3/4 agujereadas. Se entrelazaron en una mirada. Ana sacudió a Cherry y la arrastró afuera. No había tiempo que perder.

Ya estaban en la calle, pero no se habían enterado: corrían por Avenida de Mayo, gritaban y saltaban. Ya estaban hablando de la próxima escapada secreta. Estaban por cruzar la 9 de Julio, cuando detrás del puesto de diarios de Mafalda aparecieron los obelos en manada punk. El Vikingo, líder de la manada, primero les pidió un cigarrillo y después reclamó regalos. Cherry intentó apelar a la simpatía, al fin y al cabo tenía una remera de Ramones, pero a los obelos nada les importaba: ellos eran crest. Tuvieron que dejarlo todo. Las mochilas con la plata, el maquillaje, la ropa para cambiarse, el calzado. Hasta las alas y las antenitas. Cherry se puso a llorar y vomitó. No podía seguir. Se sentó en el piso. Ana la obligó a moverse. Tenían que llegar a Brandsen sí o sí. Había que encontrar la forma. Volvieron al bar de la vuelta a pedir ayuda, pero René las desconoció y las echó. Pidieron monedas en la esquina, pero no pasaba casi nadie, para colmo eran mendigas inverosímiles, la gente pensaba que era una travesura. Recién a la media hora pudieron juntar la tarifa del viaje. Corrieron hasta Constitución y consiguieron colectivo. Quizás podían llegar a Brandsen a tiempo para el simulacro y nadie repararía en el vestuario… pero a las 6 am todavía estaban a mitad de camino. Los papás de Cherry ya estaban ahí. Mamá no había pegado un ojo en toda la noche. Esperaron a que salieran todos. No había señales de las chicas. Terminaron hablando con la madre de la cumpleañera, que les confirmó que no habían pasado la noche ahí. La situación escaló a denuncias en la comisaría y llamados telefónicos a hospitales y al resto de los padres.

A las 8 am dos zombis urbanos se arrastraban descalzos por las calles de tierra bajo la luz amarilla. Habían ensayado una historia de un falso secuestro sin pies ni cabeza pero ya no podían hablar. Ni siquiera se despidieron al bifurcarse. Al llegar a casa, Ana no pudo ni abrir la boca que ya había empezado el concierto de gritos y reclamos. La Chicha había confesado todo. La pena: hasta cumplir los dieciocho no saldría de Jeppener. Cherry no tenía a donde ir más que a casa. Su otra opción era la muerte. Se preparó para todo lo que iba a escuchar, lo mejor era enfrentarlo directamente y sacárselo de encima. Aceleró el paso y llegó a casa. Mamá le saltó encima, le pegaba con el empeine del puño en la cabeza. Cherry cayó al piso y se protegió con las manos. Mamá se le arrojó encima y empezaron los chillidos ininteligibles. Le arrancaba mechones de pelo, la rasguñaba, le daba cachetadas. “¡Hija de puta!”, Mamá alternaba ente la ira y el llanto. Los adornos de cerámica caían del modular y estallaban contra el piso. Mamá no daba tregua. Gritaba tan fuerte que la lata de Coca Cola a pilas se puso a bailar. Apareció Papá: “¡Salí! ¡Correte!”. La hebilla del cinturón brilló. “¡Con todo —cintazo— lo que hacemos —cintazo— por vos —cintazo—, así nos agradecés! —cintazo— ¡Todo el sacrificio! —cintazo— ¡Te damos todos los gustos! —cintazo— ¡Nos estamos cagando de hambre para que estés bien! —cintazo— ¡Para que no seas una gorda depresiva! —cintazo— ¡Para que hagas algo útil de tu vida! —cintazo— ¡Vení para acá, yiro! ¡Yiro satánico! ¡Agarrala, Gabriela! ¡Agarrala! —cintazo—¡Gorda puta! —cintazo— ¡Y te vas de puta al centro como una villera! —cintazo— ¡Y nosotros con el culo en dos manos que no sabemos si te violaron —cintazo—, si te mataron —cintazo—, si te tiraron a una zanja! —cintazo— ¡Mirá lo que sos, gorda cachivache! —cintazo— ¡Como si no te hubiéramos criado bien! —cintazo— ¡Te cagaste en tu familia! —cintazo, cintazo, cintazo— ¡Nos hacés quedar como dos pelotudos! —cintazo, cintazo, cintazo, cintazo— No, que va a estar, Gabriela, salí. ¡A ver si aprendés ahora, gorda puta! ¡Yiro! —cintazo, cintazo, cintazo, cintazo, patada, trompada, patada, patada—”. Mamá se interpuso entre padre e hija. Cherry ya ni lloraba. Estaba llena de marcas y sangre. Temblaba. Mamá la abrazó. Papá fue al fondo y apareció con una maza y bolsas de consorcio. Empezó a destruir la vida de Cherry. Uno por uno, hizo pedazos los CDs y cassettes. Arrancó los posters. Se llevó todos los aparatos: cámara, video, televisor y equipo de música. Metió toda la ropa negra en bolsas, la llevó a la parrilla y la prendió fuego. La casa se llenó de humo negro. No se podía respi—