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AMANECE. La gente invade las calles. Una abeja danza frente a sus compañeras. Una balsa de hormigas entrelazadas flota en el río. El mensaje de Arecibo es transmitido hacia los confines del cúmulo globular M13.

El video loopeaba y Vera estaba atenta a la pantalla. Ante la señal de Iñaki, se sacó el chicle de la boca, cerró los ojos y se acercó al micrófono.

¿Qué es la soledad? Desde pequeña siempre me ha fascinado cómo a través de las eras la humanidad se ha preguntando si estamos solos en este mundo. “Solos”. Era algo que no podía entender. ¿Quién está solo, cuando se está rodeado de tanto? Toda forma de vida emite y recibe señales de su entorno: desde las lenguas naturales hasta los léxicos semioquímicos de las bacterias. No entendía cómo podían hablar de soledad estando todos conectados. Somos el universo existiendo, procurándose existencia: existiéndose. Así, sin mayor anclaje metafísico que aquella certeza, me aferraba con humildad a la idea tranquilizadora de ser un mero soplo en el torbellino del devenir: insignificante, mansa e intrascendente. Libre. Todo esto es muy claro y útil para quien goza de un estatuto privilegiado en la historia de los prodigios biológicos, lo cual era, efectivamente, mi caso. Y cuando digo era, lo que quiero decir es fue. Desde el evento que desintegró mi totalidad para siempre, desde que lo que había sido dejó de ser, he pasado cada día de mi vida en caída libre hacia ningún lugar, encerrada en esta soledad, en mi escisión primordial de cualquier anhelo de unidad. Desconectada, floto en la futilidad de mi entorno como un eucariota sin flagelo. Ésa es la verdadera soledad: ser alguien, y tener sólo eso. Temerle a la certeza de terminarse un día así, sin más. Experimentar el hambre insaciable de comunicación que siempre había desdeñado en los demás: la mediocridad de existir como una quimera trunca. Necesitaba interacción, a la vez que ningún vínculo, ninguna charla, ninguna distracción podía restaurar lo que yo había perdido, porque aquella soledad era la cárcel inevitable de mis pensamientos. ¡Cruel destino, prisioneros en estos laberintos de cerebro! Desesperados, nos atiborramos de signos para comunicarnos, para emitir e interpretar señales, pero jamás para transmitir realmente algo. Entre las barreras impermeables de nuestra encefalía no hay nada de nuestro ser que pueda salir y mezclarse con el otro. Zombis logorreicos. ¡Si tan sólo hubiera una forma de liberarse! ¡Si pudiera conectarme y transferir este dolor exacto en lugar de hablar de él! ¡Si lográramos amalgamar nuestras mentes para formar una red sináptica inmortal!

Vera pasó la mirada por las hojas impresas que acababa de recitar de memoria. Iñaki se volvió al monitor.

Vera dudó antes de hablar, pero Iñaki la desafiaba.

Vera sorbió agua, se puso los auriculares y repasó sus apuntes. Iñaki le dio pie y volvió a cerrar los ojos.