0405 Original Lancaster Bank
Convivían hacía más de un año en el departamento de una abuela muerta de Román. Incapaces de abrigar el más mínimo romanticismo, habían desarrollado un pacto tácito de codependencia. No dormían juntos ni había sexo. El contacto físico podía llegar, como mucho, a besos y caricias, por el tema de Román con el tacto, aunque a veces se le daba por cucharear una siesta. En el último tiempo había creado un usuario en asexuality.org. Con todo, Cherry estaba cómoda. Ella tampoco se sentía en un momento muy sexual de su vida. Las veces que lo intentaban terminaban abandonando, pero no se hacían mucho problema. La preocupación principal era económica. Si bien no pagaban alquiler, tenían que arreglarse con lo que le pasaban los padres a Román.
El departamento tenía dos ambientes y un cerramiento en una parte del balcón-terraza lleno de muebles y cajas acumuladas donde Cherry había liberado un espacio que usaba de estudio. El piso del living estaba cubierto con planchas de goma eva encastradas para proteger el parquet y a Faustino, el perro, que a veces se patinaba y se abría de patas y quedaba así. Los muebles y adornos eran herencia de la abuela: una mesa con sillas, el escritorio, un secretaire, una vitrina con chucherías, el sofá donde dormía Cherry y un sillón. Había pocas luces y eran LEDs frías. Cherry las atenuaba con celofán rojo y agregaba velas y luces de navidad. A veces caían de visita los padres de Román y tenía que escapar al Parque Saavedra. Tirada en el pasto, escribía poemas en su moleskine y visualizaba otras vidas. En realidad, no evitaba a sus suegros por pudor o elección propia, sino porque Román se lo pedía. No ignoraba que claramente la habían metido en el Closet de Gorda, institución de la que siempre había rehuido y a la que había visto someterse a María Fernanda, erosionando su salud mental un hombre a la vez. Los distintos proyectos de relación de su ex amiga eran construidos sobre la base del poliamor, dispositivo que le prometía una sexoafectividad libertaria a cambio de aceptar no ser la prioridad de nadie. En el caso de Cherry, si bien el boceto de relación era monoamoroso, también la estaban barriendo bajo la alfombra. Sin embargo, era capaz de negociar y sentirse contenida. Un compañero, una casa con internet y paquetes de pasta seca y arroz era más de lo que podía esperar para ese momento en el que al desempleo histórico se le sumaba la necesidad de refugio tras su poco feliz exposición en las redes y medios. Pero lo más importante era un secreto: por primera vez en muchos años no sólo no tenía que vivir a la sombra de nadie, sino que era la personalidad dominante. Más allá de haberse librado de la inestabilidad de María Fernanda, lo que más alivio le causaba era simplemente no tener que estar atada a ella. No secundar más. Había encontrado su dinámica perfecta y, por extensión, la trascendencia. “Como el caníbal alemán con el que se dejó comer”, agregaba ante a un periodista cultural imaginario.
Una noche como tantas no había nada con qué acompañar los almidones. Ni siquiera aceite. No era un problema para Román, que acababa de terminarse la crema Santander Río que quedaba en el freezer, pero sí para Cherry, que venía comiendo mal hacía días. Lo convenció de “prestarle”, pero sólo alcanzaba para un sobrecito de queso Santa Brígida, sin posibilidades de postre. Bajó a los chinos, secretamante preparada para incursionar en la delicuencia, sin imaginar que la delación tendría cara de niñito oriental.
—她偷了甜點。—dijo el pequeño, no más de cuatro años.
Cherry le sonrió con simpatía, mientras extendía el billete para pagar el queso rallado a la cajera.
—在哪里?—preguntó la madre.
—甜点是在投资组合。—afirmó su hijito.
La cajera comenzó a gritar y golpear a Cherry con un paraguas.
—¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Ella ladrón!
Ladrón no llegó a reaccionar. El empleado de la verdulería ya la había cazado. “¡Bolso, bolso!”. Malhechora y guardián forcejeaban, tiraban canastos, envases de cerveza, entre gritos y risas de los presentes, hasta que le secuestraron el botín: dos Danettes sabor chocotorta. Cherry aprovechó para zafarse y escapar corriendo. No podía volver al departamento. Estaba muy acelerada. Era el momento de convertirse en tejido vivo sobre endoesqueleto metálico, pero no había caso. Una vez trapasado el umbral de humillación, las estrategias de disociación usuales poco podían hacer por detener el flujo de autodestrucción. Contempló la posibilidad de tener un handicap invisible: una imposibilidad real para llevar adelante el más mínimo proyecto de vida. Quizás había gente que, objetivamente, era inútil, al menos para este mundo, y que no merecía la ayuda de nadie. Sí, tenía que ser eso. Era claro que no encajaba y que con 31 años era incapaz de trabajar, mantenerse, tener una red de amigos, una vida sexual. Ni siquiera servía para robar postrecitos. ¿Podía realmente decir que era humana cuando no había forma de participar en ninguna de las prácticas típicas de los humanos? Quizás ella no era quien creía ser y lo había olvidado. La posibilidad de ser extraterrestre era lo que más sentido tenía. Quizás estaba en una misión secreta y tenía que volver a su planeta, ¿pero cómo, si había dejado todos sus recuerdos con su cuerpo original? La misión así lo requería. Era la única forma. Volver a casa al otro lado del universo simplemente requería un salto de fe: decidirse y terminarlo. Todos estarían esperando que el héroe desencarnara de la “humana” gorda y finalmente volviera a casa y lo recordara todo. Las celebraciones se extenderían por meses. Sólo tenía que elegir un método efectivo. Lo que tenía más a mano era saltar de la terraza de Román, pero le daba impresión, lo mismo que arrojarse a las vías. Los métodos pasivos corrían el riesgo de dejarla viva y con daño cerebral. Tenía que encontrar la forma de ponerle fin a su capítulo terrestre y despertar en su hogar original rodeada de todo el amor que no recordaba con la mente pero sí con el corazón. Tenía que existir en otra galaxia. Su vida terrestre era un jamais vu sin fin. Mientras tanto, toda su circunstancia actual, su identidad, Román, María Fernanda y los Danettes no eran más que distracciones para pasar desapercibida en su misión, así que no tenía sentido ponerse mal por una vida manufacturada para la investigación interplanetaria. Se tranquilizó. Lo más sensato era hacerse pisar por el tren. Los estudiosos de la psicología terrestre la premiarían por el estoicismo con el que experimentó las primitivas pulsiones humanas. Ningún otro infiltrado habría llegado tan lejos. Cherry pensaba bien fuerte, transmitía sus mensajes cifrados a la noósfera con la esperanza de ser rescatada y finalmente olvidar el planeta Tierra como un mal sueño del que le costó horrores despertar.
1989. Tíos, primos y papás la felicitan con aplausos. A los seis años, Cherry ya lee y escribe con fluidez. Se autoenseñó a los cuatro. Le acercan revistas, diarios, envases; ella enuncia en voz alta y sin titubeos. La casa de los tíos queda en Ranchos, un pueblo cercano a Jeppener. Hay pileta, perro y computadora. Cherry es feliz.
Durante la sobremesa, los adultos hablan de lo suyo y los tres primos se escabullen al cuarto de Tati, el de dieciséis, a mirarlo jugar al Zak McKracken & the Alien Mindbenders, la tercera aventura gráfica de Lucasfilm, en la que el héroe titular, tras una serie de sueños premonitorios, se enfrenta a alienígenas invasores camuflados entre los humanos. Bajo la fachada de un conglomerado telefónico internacional, contaminan los tonos telefónicos con un zumbido de 60 hertz que genera una pandemia de retraso mental.
Los chicos todavía están en malla. No pueden volver a la pileta hasta hacer la digestión, pero no es problema. Subir al cuarto de Tati es el momento preferido de Cherry. Del techo cuelgan un ventilador en marcha y muñecos de He-man en su empaque original. Posters de Star Wars y ET empapelan las paredes de estuco. El escritorio está lleno de trofeos, playmóbiles, monedas extranjeras y naves espaciales construidas con mecano. Si bien Cherry tiene buena relación con Cintia —su otra prima, de doce—, no hay mucho en común entre las dos. El mundo de Tati, en cambio, le resulta fascinante. La computadora la absorbe, una XT 80086 con monitor monocromo Hercules y una diskettera de 5 1/4, la hipnotiza con su ronroneo mecánico y la sumerge en un universo de fósforo ámbar.
Zak despierta en su cuarto. Es de día. Sobre la cómoda hay una pecera con un pez llamado Sushi. En la pared, un reloj con forma de gato marca la hora. Los primos ponen a prueba a Cherry haciéndola leer en voz alta las interacciones en pantalla. Tati maneja el cursor.
Abrir cajón mesa.
Abrir cajón cómoda.
Cherry revisa los verbos, uno por uno, pero no parece haber forma de agarrar objetos. “¿Qué es coger?”, pregunta. Los primos ríen incómodos y le explican que es una mala palabra, pero que en el juego significa agarrar. Cherry lo toma con naturalidad. Coger Sushi en la pecera. Coger kazoo. “¿Qué es kazoo?”.
El juego llega a un punto muerto. Cintia se aburre y va a su cuarto. Tati entretiene a su primita con un block de hojas y fibras sylvapen magicolor.
Original Lancaster Bank. Della Penna, Industria Argentina. El castillo esotérico se impone al fondo, bajo el amparo de una enorme nube anaranjada que apenas deja asomar el sol azul por detrás a la derecha. Al frente, pasto y árboles teñidos de un rojo sanguíneo, la aldea a la izquierda —las casas más pequeñas que las flores— y en el medio un pequeño sendero que da a la entrada del castillo, que se alza colosal y acapara todo el horizonte. La geometría es no euclideana y la fortificación no es tal: la estructura es abierta. El castillo tampoco es un castillo, sino torres sueltas, nueve en total, de distintos tamaños, colores y alturas, decoradas con vitreaux de colores y dispuestas sin orden o perspectiva. Tres tienen almenas; el resto, cúpulas amarillas en animal print de leopardo, algunas con pintas naranjas y otras con pintas verdes, banderines rojos en cada una.
Tati cierra la puerta y se sienta al lado de Cherry.
La sangre había bajado hasta los tobillos. No podía hacer mucho más que tajitos superficiales: lo único que tenía era la bic con la que se afeitaba las piernas. La apretaba contra la piel y la deslizaba de lado a lado. No era mucho, pero ardía lo necesario. Hacía años que no se hacía sangrar. Era liberador: no tenía que hacer malabares para ocultar las marcas y, de todas formas, Román ni las vería. Otra ventaja de su noviazgo asexual. Una vez que volvió a sentirse Cherry, limpió, se puso curitas de papel higiénico y salió del baño. Había vuelto sin queso de rallar ni postres, así que terminaron comiendo arroz con sobrecitos de kétchup de Mc Donalds. A Román parecía no importarle mucho. Solía comer pan lactal mojado en vinagre y derretir queso con azúcar en el microondas. Cherry ya no tenía hambre, pero terminó el plato con tal de tener algo que hacer. No levantó la mirada en ningún momento.
Después de comer, Román volvió a la computadora y siguió trabajando en el guion. Cherry lo miró accidentalmente, motivo suficiente para que se le siente al lado en el sillón.
—Estoy pensando en cambiar todo —dijo Román.
Cherry se cubrió la cara con las manos.
—El juego no debe tratar sobre Tori —continuó—. Tiene que ser más grande que eso.
—Aquí vamos… —suspiró Cherry.
—Será Flü, el videojuego. Una agencia de un gobierno mediacrático se encarga de capturar jóvenes mutantes con habilidades telepáticas para llevar a cabo cruentos experimentos que derivan en consecuencias apocalípticas a través de la manipulación cognitiva a gran escala. Todo esto es claro para mí después de años de investigación sin descanso. He desentrañado una oscura conspiración detrás de las plataformas de redes sociales (”fábricas de ansiedad”) que necesitan a la población insatisfecha y psíquicamente vulnerable para poder robarle el flow: el mejor estado mental que le ha regalado la evolución a los seres humanos.
Cherry asentía.
—Concentración intensa y presente —siguió describiendo—, acción entrelazada con la conciencia, ausencia de yo, sensación de agencia sobre la actividad, distorsión temporal, y una sensación autotélica de recompensa. El tesoro de la especie. Flow se produce en el rango comprendido entre las ondas theta y alfa (4 – 12 Hz); es decir, las frecuencias más bajas por encima del sueño profundo. Justamente por esto la ansiedad, al ocurrir en el rango beta (12 – 40 Hz), es enemiga de flow. La primera fase fue la colonización de innertte —ya no decía “internet”, sino su anagrama— a través de la absorción del tráfico global. Luego fue el turno de las mentes. Antes de la implementación del plan, los usuarios todavía eran cazadores y recolectores de contenidos. Los internautas entraban voluntariamente a buscar lo que querían cuando querían. El caballo de Troya consistió en que la gente delegara la caza y recolección al algoritmo. El nuevo control mental no es subrepticio, sino voluntario. No casualmente, las redes sociales dificultan la búsqueda, operación que funda a los humanos como seres inteligentes. Y entonces nace el lumpencognitariado: la población está agarrada de las narices a través de la ansiedad y los ciclos cortos de dopamina. Ya no son sólo los jóvenes usuarios, sino que también sus madres y tías quedan a merced de los designios de las plataformas. El objetivo es el rediseño cognitivo. Creen estar construyendo sus personalidades en las redes. No se dan cuenta de que los diseñados son ellos, un trastorno a la vez. Están sometidos a la doctrina de la reacción. Personalidades modificadas en masa al servicio de la fragmentación social y la soledad. Amistades se resquebrajan; insultos y acusaciones se escupen al aire; señalamientos morales se intercambian a toda hora y sin descanso. Dejan de ser personas para convertirse en publicidades de sí mismos. Hay que estar preparado en todo momento para la indignación y el ataque, porque la invasión mental es implacable, cada vez determinando más y más el recorrido emocional cotidiano de sus presas. Las competencias sociopragmáticas exquisitamente diseñadas a través de millones de años de evolución cerebral son reemplazadas por la manipulación de un código interaccional a todas luces sociopático que vomita notificaciones inoportunas a toda hora. El lumpencognitariado paga así su adicción: plataformas como Facebook e Instagram explotan el narcisismo y la inseguridad, mientras que Twitter se dedicó a inculcar una paleta restringida de personalidades, cuyos hosts son recompensados a cambio de volverse innerttes: más agresivos y cínicos (más ansiosos). Corazoncitos, notificaciones y valores numéricos puestos al frente de las carátulas de presentación. Los usuarios patrullan sus propias listas de contactos para que no queden traiciones sin saldar. Ojo por ojo, unfollow por unfollow.
Cherry ya se lo sabía de memoria, pero a Román le encantaba dar al menos un discurso semanal sobre la Economía de la Atención. Hacía ya un año que salía de madrugada a grafittear frases disidentes: “Googleá #Neurocolonialismo”, “Volvé a ser nadie”, “Jugá al Tetris”, en el último tiempo ya con Cherry de secuaz / rehén. Siempre había sido reacio a la exposición en redes, pero ya bordeaba la paranoia. Cherry estaba preocupada, en cualquier momento Román cortaba la conexión a innertte. La tecnofobia de Román ya afectaba su propia obra. Y cambió de opinión otra vez. El juego no sería sobre Flü, sino sobre el juego mismo, su arquitectura. Investigó lenguajes de programación esotéricos, pero pronto desistió de usar computadora. Nada lo haría callarse en este punto.
—Mi juego va ser programado en cartulina y papel —Román inició otro monólogo—. El motor va a consistir de una serie de láminas correspondientes a los escenarios con los objetos interactivos debidamente numerados y una biblia con el “código” del juego en forma de una serie de grillas en las que la matriz de acciones (usar, abrir, cerrar, empujar, leer) se va a combinar con la matriz de objetos. El contenido va a estar protegido por esteganografía, de modo que, para revelar la instrucción, va a haber que acercar un visor de acetato rojo a la grilla. Ante una combinación válida, la grilla va a remitir a una tarjeta de historia con reacciones, ilustraciones y fragmentos narrativos. Va a ser el primer videojuego en papel de la historia.
Cherry sólo podía pensar en asesinato. Tenía hambre y sueño. Pero Román no daba respiro y ella era su prisionera, tirada en el sillón, deslizando el dedo por la pantalla de Twitter en su celular mientras soportaba a Román a cambio de techo y comida. Poco a poco, arrullada por las disquisiciones de su novio, entró en duermevela. Román hablaba solo, recortaba tarjetas con verbos y símbolos en cartulinas. De a ratos pensaba y realizaba una búsqueda en innertte. De fondo sonaba una compilación soporífera de los artistas más subrepticios de la escena vaporwave, que yuxtaponían citas degradadas del mundo audiovisual de los noventa. Delfines y bustos en escenarios 3d, océanos, pisos dameros, cielos imposibles. Fantasías inconclusas de juegos en Súper VGA y protectores de pantalla de cuando Windows daba el salto de entorno a sistema operativo.
—Cada época tiene su propio retrofuturismo, y el vaporwave desentraña los secretos del pasaje del paradigma analógico al digital, cuando el windows 95 coexistía con los cassettes. El sonido analógico tiene un aura paranormal. Sus condiciones de grabación y reproducción (la alineación magnética de partículas ferrosas) siempre acarrean más información de la que se les pide: objetos habitados por sonidos, pero también por sesgos acústicos, crípticos, que se imponen electromagnéticamente en el material. Por eso sugerían la existencia de otros mundos a las generaciones analógicas.
bias — agregado de señales regulares de alta frecuencia que compensan la fidelidad de respuesta de la cinta ante señales bajas;
distorsión armónica — transformación tímbrica producida por la interacción de los diversos componentes involucrados en la reproducción analógica de sonido;
hiss — ruido de alta frecuencia entre los 500hz y 2000-3000 hz, el sonido más reconocible de los cassettes;
histéresis — comportamiento no lineal de la magnetización. Trae aparejado el efecto Barkhausen, que imprime fricciones ásperas en el sonido, y la saturación de cinta, que genera un efecto de compresión en el material por la cantidad limitada de partículas imantables.
wow & flutter — patinado de la cinta característico de los VHS que genera al menos dos vibratos superpuestos.
—La domesticación electromagnética de la cinta llevó medio siglo de lucha y ajustes, pero nunca dejó de enriquecer el sonido con subproductos etéreos. Esto terminó con el paradigma digital. Las ondas acústicas se traducían a un lenguaje discreto y exacto de ceros y unos. No había sorpresas. La tecnología había logrado deshacerse de los caprichos de la mediación electromagnética. Sin embargo, ocurrió lo impensable: la alta fidelidad trajo una sensación de vacío. Los oyentes rechazaban el sonido fiel. La nostalgia analógica puso sobre la mesa la cuestión de que la belleza no se hallaba en la fidelidad, sino en los agregados accidentales.
Tenía la boca seca de hablar pero no hizo ni una pausa. Cherry se pellizcaba.
—En el nuevo mundo digital, toda la información extra, todo lo que había sugerido la existencia de otros mundos, se había perdido. La tecnología se alejó de lo paranormal y sus conspiradores. Proyectos como el MKUltra de la CIA, la psicotrónica soviética, la Ahnenerbe nazi y las investigaciones esotéricas de José López Rega eran algunas de las aberraciones iniciadas y luego abandonadas en pos de dar con las Fuerzas Ocultas. En el nihilismo hi fi, los electrodomésticos de la población mundial dejaron de ser misteriosos portales a otras dimensiones. Se produjo una guerra descarnada contra el ruido agregado y las improntas del almacenamiento analógico…
Una casa posmenemista teñida de luz magenta. Cuarzos, pirámides y cristales. Cherry revisa los cajones. ¿Un cuchillo? Nunca había estado ahí, ¿o sí? Abre la puerta y sale a un tablero infinito. No hay forma de volver atrás. Un juego de mesa sin principio ni fin del que no es más que una pieza. ¿Dónde está? ¿Cuáles son las reglas? Hay monolitos desperdigados por los casilleros, pero nada tiene sentido. Corre a través de la negrura pero no hay escapatoria. El tablero no tiene fin. Cae de rodillas. Un relámpago teatral la enceguece.
—…Con la expansión de innertte en los dosmiles surgió y se aceptó una nueva forma de degradación del material: los algoritmos de alta compresión, necesarios para que millones de usuarios compartieran videos y canciones a alta velocidad. Pero ahí no hay metafísica. Nadie buscó lo sobrenatural en el mundo digital…
Entre bruma de hielo seco y ráfagas de ventilador, se abre ante ella un portal incandescente. Las nubes se corren y queda frente a una María Fernanda demoníaca. Corre en todas las direcciones, pero donde va, los monolitos estallan y revelan una nueva María Fernanda en su interior. La persiguen, envenenando el lugar con carcajadas sulfúricas. Están a punto de atraparla. Cierra los ojos.
—…Ahora en el 2014, el almacenamiento y el ancho de banda evolucionaron. Los archivos web ya no tienen una estética inherente, pero así como pasó con las distorsiones analógicas, los artistas digitales están aprovechando los glitches de compresión del pasado. Y así como la primera vez, el revival es puramente estético. Nadie hace datamosh para descifrar secretos de la vida y la muerte…
Todo queda en silencio. No hay rastros de María Fernanda ni sus clones. Los monolitos ya no están ahí. Cherry se ahoga. Una puerta flota sobre el tablero. Tira del picaporte. Cerrado. Mira hacia abajo. Un felpudo bajo sus pies. Tirar felpudo. Coger llave. Usar llave en puerta.
—…Incluso los psicóticos modernos le sacan el misticismo a la tecnología. Deliran conspiraciones illuminati, espías, tráfico de información, cámaras ocultas, relaciones con famosos. Nadie cree que haya un demonio en internet. Se rompió el hilo histórico que nació con la conquista del fuego y vincula a la tecnología con lo sagrado. La alta fidelidad desmistificó un mundo que terminó de morir con la última generación de niños que escuchó al revés los cassettes de Xuxa.
Está encandilada. La puerta proyecta halos brillantes. Una ráfaga de viento la empuja hacia atrás. Del otro lado centellea un castillo con nueve torres coloridas. La invita a su interior. Se levanta, sonríe y pone un pie del otro lado. Desde abajo salen garras, la tiran al piso. Es María Fernanda, la ahorca, le araña la piel, la arrastra al infierno. Cherry estira la mano y le estruja la cara. La piel de papel se sale y revela el rostro detrás: es Marisa, su torturadora de la infancia.